La vida es un constante renacer
Flor Juliana “debutó” como paciente de diabetes mellitus tipo uno, el 8 de agosto de 2014, con apenas dos años y cuatro meses de edad.
No era la primera vez que ella pisaba un hospital. Con un año ocho meses debió ingresar por dos ocasiones consecutivas en menos de 15 días a un quirófano y recibir anestesia general. El motivo, extraer de sus pulmones, por medio de un procedimiento cuasi-quirúrgico llamado “broncoscopía”, múltiples pedazos de maní que inhaló por accidente en uno de esos “berrinches” típicos de la primera infancia, de cuyo peligro mortal algunos padres suelen enterarse cuando ya es demasiado tarde.
Lección aprendida: Jamás dejar objetos pequeños ni alimentos –mucho menos maní o similares– al alcance de un niño en edad parbularia; aquello, combinado con una rabieta al intentar alguien quitárselos o iniciada por cualquier otro motivo, puede traer consecuencias fatales.
Tras la primera broncoscopía la niña fue dada de alta; sin embargo, en el primer chequeo el médico vio la necesidad de reingresarla. A tal efecto y como tratamiento preparatorio de una segunda intervención a cargo de un especialista neumólogo (que no estuvo presente en la primera), le fueron administrados corticoides a través de “nebulizaciones” realizadas cada cuatro horas y luego cada dos horas, durante tres o cuatro días.
Haber conseguido por fin limpiar los pulmones de nuestra niña (sin llegar a perforarlos y agravar el cuadro), fue sin duda un gran logro médico, un verdadero “milagro”. Flor Juliana “volvió a nacer”...
No obstante, es probable que los corticoides afectaran su páncreas y precipitaran la crisis de hiperglicemia, que a la vuelta de ocho meses llevó a nuestra hija de nuevo al hospital, esta vez por diez días.
Un detalle que pudiera ser relevante: a Flor Juliana no solían gustarle los dulces, hasta que el pediatra que le practicó la primera broncoscopía recomendó darle “helado” –dos o tres veces al día– para desinflamar sus cuerdas bucales y recuperar la capacidad de hablar que mi niña había perdido por completo.
Siempre nos preguntamos con mi esposa si acaso aquel episodio traumático no adelantó el aparecimiento de la diabetes mellitus tipo uno...
Y nos seguimos preguntando si acaso habría sido posible evitar o prevenir que la enfermedad apareciera. ¿Fueron los helados y los corticoides? ¿Pensábamos se ‘contagió’ en la guardería o por la picadura de algún ‘bicho’ casero? Son algunas de las preguntas que para nosotros no tienen –hoy por hoy– una respuesta cierta. Me dirán paranoico, pero tengo al menos una docena de hipótesis sobre posibles “factores desencadenantes”...
En cuanto al “debut”, probablemente todos los padres de niños con diabetes hemos vivido experiencias similares:
En primer lugar los síntomas desconcertantes: debilidad y mal genio constantes... Con frecuencia un primer diagnóstico, erróneo, nos prescribe medicinas que no surten efecto. La crisis se agrava y se desatan la sed compulsiva (polidipsia), las ganas de hacer ‘pipí’ a cada rato (poliuria); observamos a nuestro ser querido con la piel apergaminada, la respiración dificultosa y nos sentimos impotentes porque todo en casa es llanto y más llanto...
Al parecer, solo entonces se volvió inexcusable el examen serológico completo que encuentra la glucosa por las nubes. Del laboratorio de la empresa de medicina pre-pagada no tuvieron el comedimiento de avisarnos los resultados: una niña de dos años con cerca de 500 de glucosa no disparó ninguna alarma, ningún protocolo emergente... El lunes, al tomar la muestra, nos habían dado cita para que el próximo sábado el médico de turno evaluara los resultados. Era viernes y el estado de mi niña nos decía que no podíamos esperar un día más. Fui a buscar los exámenes, miramos con mi esposa los resultados y consulté por teléfono a un médico amigo. Fue él quien me ‘ordenó’ acudir inmediatamente a un consultorio especializado cerca de un conocido hospital.
Todo fue llegar y hacer una simple lectura de glucómetro... el aparato es incapaz de marcar lecturas por encima de 999. Pasamos directo al hospital por la estación de Emergencias: Flor Juliana estaba a punto de entrar en un coma diabético.
No lo hizo. Le empezaron a aplicar de inmediato a través de un suero la medicación necesaria y practicar nuevos exámenes. Luego la internaron y conectaron a un monitor permanente. Solo entonces empezó la lenta mejoría...
Fueron días de intensa angustia. Los amigos y familiares nos daban ánimos y esperanzas de tratamientos alternativos (de hierbas, de “limpias”; de dieta de huevo duro sazonado con “paico” y apio; de masajes con aceite en los pies hinchados y aplicación de compresas tibias en el abdomen distendido –muy efectivos ciertamente–; de ejercicios...).
Cada visita del médico tratante se convirtió en un curso intensivo sobre el cuadro clínico de la diabetes mellitus tipo uno: el equilibrio del “Triángulo de las tres A” (Alimentación, Actividad física, Ánimo); medición de glicemias, administración de insulina; la dieta, el conteo de carbohidratos, etcétera, etcétera...
Como un espejismo alentador le escuchamos hablarnos de la fase inicial, llamada “luna de miel”, con glicemias normales y mínimas dosis de insulina.
En el hospital, una de las visitas más gratas y alentadoras que recibimos fue la de los voluntarios de la Fundación Diabetes Juvenil Ecuador.
Por la corta edad de nuestra hija, las esperanzas de remisión completa sonaban promisorias en la voz de amigos, que con fe nos decían que habían escuchado que alguien le contó a alguien más, que “una señora” o “un doctor” de una ciudad de la costa quienes venían de vez en cuando a Quito, sabían tratar y curar estos casos.
En el mismo horizonte esperanzador, pero con ribetes más plausibles en el campo científico, invertimos todos nuestros ahorros en ensayar la medicina bioenergética: los tratamientos con células madre, la cámara hiperbárica, el electromagnetismo... Pero todo se diluyó en los límites económicos –y de todo orden– que la vida nos fue imponiendo, como el que mi esposa tuviera que dejar su trabajo para dedicarse a tiempo completo a cuidar a nuestra hija. Todo esto sin mencionar el incremento en los gastos permanentes.
La vida había dado un vuelco radical y había que asumir la nueva condición.
Permanece la esperanza en la ciencia, en la nanotecnología, en el anhelado milagro de la vacuna y la cura definitiva que un día no lejano serán descubiertas por un equipo científico en algún centro de investigación del primer mundo...
En el fuero interno –inalienable– permanece la fe, que nos asiste o no, que es fuerte o es débil, pero que es sobre todo eso: inalienable.
Lo importante es saber que nuestra hija estará bien, que con los cuidados de mamá y papá podrá llevar una vida normal, hacer de todo y lograr casi todo lo que se proponga.
En todo este tiempo la Fundación Diabetes Juvenil Ecuador nos ha ayudado muchísimo, por lo que guardamos sincera gratitud a sus personeros y voluntarios, todos ellos –y ellas– gente admirable por su compromiso y su constancia.
En julio pasado, Flor Juliana asistió por primera vez al “Campamento de Verano” que anualmente organiza la FDJE y estamos seguros que fue para ella una experiencia por demás positiva.
Entre todos los escenarios de enfermedades crónicas, el de la “diabetes infantil” parece ser uno de los más benignos; incluso se dice que el debut temprano es una ventaja, lo cual en más de un sentido es cierto. Todos los padres de niños con diabetes conocemos el laberinto inicial de angustia y zozobra, incertidumbre e insomnio por el que hemos tenido que transitar, Y sabemos lo que significa sobrellevar esta condición particular que será parte de nuestras vidas, hasta cuando se encuentre la vacuna y la curación definitiva.
Sabemos que esta “patología autoinmune” aparece cuando por acción de un factor desencadenante –que no se sabe a ciencia cierta si es genético o viral o de otra índole misteriosa– el organismo decide atacar a las células beta del páncreas y anular la capacidad que estas tienen de producir insulina.
Hace poco en la Deutsche Welle pasaron un reportaje sobre una doctora alemana que, teniendo ella misma diabetes tipo uno, estudió medicina para poder ayudarse y ayudar a los demás. Ella decía que la mal llamada “diabetes mellitus tipo uno” debiera tener otro nombre, para que jamás se la vuelva a confundir con la diabetes tipo dos, la que se presenta en adultos y está asociada al sedentarismo, el sobrepeso y los malos hábitos alimenticios.
Es de esperarse que todo esto sea tenido en cuenta por los organismos de la salud pública y así poder mejorar a escala nacional la detección oportuna y el manejo adecuado de la diabetes mellitus tipo uno, también conocida como “diabetes infantil”. Esta no se “previene” y mucho menos se “cura” con las habituales campañas que aconsejan moderar el consumo de azúcar. En el caso de la diabetes infantil (tipo 1) se necesita una política específica de salud pública que permita salvar las valiosas vidas de nuestros niños, hoy probablemente desatendidos, sobre todo entre las familias de escasos recursos de las zonas marginales –rurales y urbanas– del país.
(*) Padre de una niña con diabetes tipo 1, ecuatoriano de 57 años y sociólogo de profesión.
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